Por Edmundo Font
Nota: ahora que en algunas escuelas y bibliotecas del país del norte se ha prohibido “Cien años de Soledad”, es oportuna esta remembranza con elementos de realismo mágico geopolíticos…

—Usted no puede irse de aquí, si antes no habla, por lo menos, una hora conmigo—
Me dijo don Gabriel García Márquez, desayunando en el café del hotel “María Isabel Sheraton”, en la Ciudad de México. Ese día yo debía partir para Bogotá, para hacerme cargo de nuestra embajada. Se trataba de mi primera jefatura de misión diplomática y corría el año de 1989. Me había invitado al concurrido lugar el embajador Antonio Villegas, hombre afable como pocos, de caballerosidad impregnada por su travesía nipona, sobre todo, en una capital como la nuestra, conocida por sus “cortesías espinosas”, según Pablo Neruda.
Tengo dos semanas buscándole, respondí a García Márquez.
—Si. Estuve en Cuba. Vengo del aeropuerto. Acabo de llegar de la Habana en el primer vuelo— dijo el Nobel, y preguntó: ¿Cuándo presenta sus cartas credenciales al presidente Virgilio Barco?
En un hecho excepcional, yo sería recibido en el Palacio de Nariño, en Bogotá, al día siguiente de haber llegado a Colombia. Usualmente, un embajador sufre un limbo diplomático durante semanas y hasta meses, antes de ser recibido por el jefe de estado y quedar definitivamente acreditado. En mi caso, confluían una serie de factores ventajosos; el presidente mexicano viajaría oficialmente por primera vez a Sudamérica; trabajábamos en el diseño de un mecanismo de integración económica con Venezuela y Colombia, que se denominó el “Grupo de los Tres”, y que logré proponer con éxito. El entonces ministro Samper me ayudó organizar un encuentro empresarial al más alto nivel, para vencer resistencias de quienes temían, en el país andino, que la disparidad entre las dos economías resultara desventajosa para ellos. Puse de ejemplo las diferencias entre nuestra economía y las de Canada y los Estados Unidos.
II
Durante el desayuno en el restaurante del célebre hotel en el Paseo de la Reforma, don Gabriel García Márquez me había llamado a su mesa, y en un aparte, me pregunto sobre la solidez de mi memoria. Pensé que se trataba de una cuestión literaria, o de algún autor que no recordaba y se estaría ventilando en su mesa.
Pero no. Y espetó:
—¿Sería usted capaz de aprenderse de memoria una frase, aquí y ahora?—.
Le seguí el juego. —Claro que sí—. Mi admiración por el célebre escritor venía de lejos y me pareció un buen augurio encontrarme con él, a pocas horas de emprender el viaje a su país; además, la conversación enveredó por acertijos cercanos a su prosa milagrosa.
Acto seguido, repetí la frase compuesta por unas 16 sílabas, varias veces, recordando los días de colegio en los que memorizaba poemas a las primeras horas de la mañana.
Muy bien, dijo don Gabriel, le ruego que repita lo mismo al señor Presidente Virgilio Barco durante la ceremonia de entrega de sus cartas credenciales. Me inquieté; mi colega, el embajador Villegas me observaba desde el rigor de su cargo, era el Director General para América Latina de la Cancillería mexicana. Nuestro desayuno de trabajo se llevaba a cabo para conocer mi agenda de recién enviado a un país clave para nuestras relaciones bilaterales.
De repente, estaba frente a uno de los creadores más renombrados del mundo, y quien, sin necesidad de reparar en cuestiones protocolarias, me encomendaba una tarea delicada. No es usual que un embajador se explaye en su primer encuentro con la autoridad máxima del país donde quedará acreditado. El coloquio protocolario se circunscribe al mensaje que envía el otro Jefe de Estado y se despacha la ceremonia después de algunos minutos en los que el clima del encuentro alcanza su cúspide oficial.
La petición de don Gabriel introducía un elemento inquietante, además de ser un enigma. Pasaron muchas cosas por mi cabeza. No podía tratarse de algo lúdico. Era bien conocido que el gran escritor nacido en Aracataca desplegaba esfuerzos en defensa de los derechos humanos; mantenía relaciones estrechas con jefes de gobierno de numerosos países latinoamericanos; y disfrutaba de relaciones privilegiadas con líderes regionales de la talla de Torrijos o de Fidel Castro. Siempre discreto, Garcia Márquez intercedió por numerosos perseguidos políticos. Ayudó a abandonar mazmorras a diestra y siniestra, nunca mejor dicho. Así que el pedido de que el nuevo embajador mexicano fuera el conducto para dar a conocer un texto en clave al presidente de su país, debía encerrar alguna cuestión inaplazable. Por añadidura, el mensaje requería ser comunicado solamente a través de un «propio». Sin duda, habría confidencias de alto calibre. Los cables telefónicos y los télex de entonces no aseguraban la confidencialidad necesaria.
Tuve que hacer una reflexión profunda y de legítima preocupación; ¿en qué momento de la ceremonia podría apartarme unos segundos para recitar la frase en clave, cuyo contenido desconocía? ¿Cuál sería la reacción del Jefe de Estado?.
Ese mismo día, a media noche, un vuelo de «Varig» que hacía escala en el país andino me depositó en Bogotá. La ceremonia marcada para las once de la mañana del día siguiente se pospuso 24 horas. En un presagio de los que serían meses aciagos, el día de mi llegada a Colombia una bomba había acabado con la vida del gobernador de Antioquia; y el Presidente Barco participó en las exequias en una Medellín asolada por el terror del narcotráfico. Eran los tiempos del cartel de Cali, de Pablo Escobar, y del “mexicano” Rodriguez Gacha.
Por fin había llegado para mi uno de los días más esperados en la vida de un diplomático: la presentación de cartas credenciales como embajador. Es el acto más significativo de una larga etapa profesional que se alcanza a través de esfuerzo denodado. Nuestro país cuenta con menos de cien embajadores de carrera, quienes alcanzamos el rango más alto, después de escalar un estricto escalafón, con vivencias profesionales en la cancillería y en representaciones ante países de múltiples identidades culturales, lenguas, y tradiciones. Hechos que exigen renuncias tambien, por el alejamiento del círculo de amistades, de la familia y en muchos casos, amorosas.




