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Por Edmundo Font

Siempre me ha intrigado ahondar en el espacio mental nuestro, en el que los seres que ya partieron siguen habitándonos, y la sorpresa del instante en que nos enteramos de su tránsito definitivo. Pensamos que los tenemos cerca y desaparecieran en un tris, aún nos preguntamos ¿qué estarán haciendo, y dónde estarán? Volví a pensar en ello cuando me enteré, años después, de que había fallecido el gran compositor e intérprete Freddy Fender.

En mi contacto con él hubo algo tan raro, como extraña fue la manera en que nos conocimos, durante una tarde calurosa en Austin, Texas. Yo no  me acordaba bien de ese músico popular, de ascendencia mexicana. Fender había ganado tres premios Grammy y tocado con grupos legendarios, como The Texas Tornados, los Hooligans y los Lonely Boys. Además, le habían dedicado una estrella en el Paseo de la Fama de Hollywood, que es como el Nobel de la farándula. Su género musical se confundía con algo que se dio en llamar Tex-Mex y que yo llamaría Mex-Mex, porque el territorio donde se originan esos híbridos fue mexicano; pero discusiones nostálgicas aparte, Baldemar Huerta o Eddie Medina, como también se llamó, incursionó con éxito en el rock and roll, en la música country y en el pop. 

La memorable tarde que cuento, paseando con mi familia frente al Capitolio, nos vimos asistiendo, inopinadamente, a una recepción que se ofrecía en una galería de arte, en el centro de Austin. Veíamos una exposición de fotografía cuando los organizadores nos avisaron que llegaría el alcalde de la ciudad y que, si así lo deseábamos, podríamos presenciar un homenaje especial a una gran figura de la música. El tumulto que se formó nos impidió acercarnos a un hombre que irradiaba simpatía. Freddy Fender se prodigaba firmando autógrafos. Al intentar escapar de allí, la multitud nos colocó frente a frente del cantante; mis hijas pequeñas le dieron la mano y él se dirigió a mi esposa, diciéndole: yo a usted la conozco. Le respondí que era imposible. Expliqué que ella había vivido treinta años en la India y que nunca había pisado suelo norteamericano. La  conversación dio pie a un diálogo que comenzó a incomodar a los organizadores. En medio de la algarabía entablamos un coloquio que concluyó en risotadas. En ese trance, Freddy hizo dos revelaciones. Con emoción nos contó que le debía la vida a uno de sus hijas, y gracias a un riñón que le había donado. La segunda confidencia viene después. 

Freddy le dijo a su asistente: deles cuatro entradas a estas personas para mi espectáculo. La función fue en un célebre teatro, con poltronas de terciopelo rojo. Allí encontramos a una multitud de nostálgicos “latinos”. El teatro casi se vino abajo cuando escuchamos “Before the Next Teardrop Falls”. 

Escuchamos entonces a un músico con una leyenda personal. A los 5 años improvisó su primera guitarra casera con una lata de sardinas y de alambres, que no le pediría nada a los collages de Picasso. A los 10 tuvo su primer premio, interpretando en una estación de radio la canción “Paloma querida” de José Alfredo Jiménez. Ganó entonces una canasta de alimentos de diez dólares. 

A los 16 años Baldemar Huerta se enroló en la Marina y al regreso comenzó a cantar en bares, adaptando canciones exitosas de Elvis y Belafonte. En 1959 ya se llamaba Freddy Fender, como la marca de su guitarra. En su siguiente disco ya era Eddie Medina, en homenaje a su madre. Su gran éxito “Wasted Days and Wasted Nights” se lo retiraron del aire porque en un registro rutinario le encontraron marihuana, y acabó en una prisión de Baton Rouge. 

Purgó tres años de una condena mayor que le perdonó un gobernador de Louisiana, quien le admiraba, con la promesa de que no frecuentaría cantinas. El ostracismo le hizo abandonar la música durante un largo período. Se convirtió en mecánico y frecuentó una escuela de enseñanza básica. Pero como las aguas siempre vuelven a su torrente, nosotros estábamos «descubriendo» su singular talento. Además, nos dedicó una canción, enunciando que era para sus “nuevos amigos”.

Su biografías dice que nació el 4 de junio de 1937, en San Benito, sur de Texas. Pero hay un detalle. Nos confesó que había nacido en un poblado entre San Fernando y Padilla, Tamaulipas. Las tierras donde fue fusilado el emperador Iturbide están inundadas por una presa, y no existe ya  ningún registro. Así que tampoco podré ya preguntarle si su versión fue una revelación.

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