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Por Edmundo Font 

No todas las llaves abren puertas. Pero las verbales sí y son prodigiosas. La situación de parquedad y lejanía se vuelve trizas en un instante que podríamos calificar de mágico, esa otra palabra clave a la que atribuimos toda suerte de milagros cotidianos. Me pasa con frecuencia en vacaciones por países donde los tópicos tradicionales indicaban lo contrario de lo que he experimentado. Por ejemplo, los parisinos gozan de fama de ser mal encarados, poco comunicativos, pésimos administradores del estrés cotidiano. Y me pregunto ¿en cual urbe de con varios millones de personas se controlará mejor esa enfermedad contemporánea que provoca también el turismo masivo? 

Ahora detecto cambios considerables que sin duda irán actualizando las ideas y los clichés nos hacemos de los “otros”. No lo tengo a la mano para referirlo en detalle, pero en mi biblioteca descansa un estudio que juega con los lugares comunes que los europeos han cultivado entre sí y que no solo exhiben ejercicios de mala fe con los vecinos, sino que muestran como han propiciado odios tribales capaces de desencadenar algunos de los conflictos más sangrientos de la humanidad.

En la edad media los italianos llamaban a una particular enfermedad venérea “el mal francés”, mientras que los galos bautizaron a la misma dolencia, propagada por la pasión mediterránea, como la afección italiana, y así por delante con el mito de las salsas, los perfumes, la higiene, los hábitos alimenticios, la fama de casquivanos o puritanos de pueblos enfrentados por cismas de religión o de fronteras. Y aquí entra la peculiar definición de Albión y el calificativo de pérfido dedicado a los pueblos británicos.

Regreso de uno de los últimos viajes de vacaciones entusiasmado con cambios de conducta que denotan mayor convivencia y deseos de comunicación, a niveles nimios pero significativos como los que nos deparan los encuentros fortuitos en restaurantes y cafés. Ya el año pasado tuve la oportunidad de conocer a vecinos de mesa con los que el diálogo brotaba fácilmente, a partir de cualquier pretexto, casi siempre fundamentado en la diferencia de acentos o en el uso de lenguajes diversos que llamaban la atención. Así, pude intercambiar tarjetas de visita, lo que ya es bastante, con el diseñador principal de la centenaria casa Bacarat; con una compositora que peleaba con su enamorado mientras leía a Baudelaire y con un joven cantante, prometedores ambos en el panorama de la música popular francesa, y hasta con un célebre arquitecto seguidor del budismo que ha diseñado las estupas del territorio francés. Este año no fue diferente. Y la crónica de lo acontecido pasa por recomendaciones de índole gastronómico. Es el caso de un bistrot enclavado en el conjunto de boutiques, bares y restaurantes que se localiza entre la magnificente iglesia de Sant Sulpice y la abadía de Saint Germain, en la parte noble de lo que aún podríamos llamar de barrio latino. “Le Chez Henrri” (16, Rue Princesse, 75006, teléfono 01 46 33 51 12) se encuentra frente a “Le Castel”, uno de los más célebres centros nocturnos de París, concentrado en apenas cincuenta metros cuadrados. Es un negocio familiar que continúan dos jóvenes hermanos con una disciplina espartana. Basta decir que se pasan la vida entre los mercados y los muros de sus dos casas de comidas (la otra, “Chez Julian”, edificando su buen nombre, a pocos pasos de la casa original). Como siempre, aunque los menús sean similares, no me aventuro a buscar sucursales y pago el inevitable precio de la espera o de plano, de la imposibilidad de reservaciones por fidelidad al sitio original. Ya veo las sonrisas de algún lector más pragmático, calificando la manía de superstición. Ni modo, esas minucias forman parte del gran juego que creadores como Julio Cortázar ha cultivado hasta los extremos literarios más bellos. Instancias que hacen posible, precisamente, las ocasiones de los encuentros más significativos, los que echan semillas de nuevas alianzas fraternales, para no hablar de las amorosas, de las que se nutre abundantemente la poesía y los relatos.

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(Seguirá)

Edmundo Font, embajador mexicano, es poeta y pintor; durante 50 años sirvió en países de 4 continentes. Aquí su columna «Palabra de Embajador» en Zona Zero.

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