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Por Edmundo Font

Desde mis diez y ocho años empaqué en mochilas —de aquellas antiguas con resguardos de cuero que desconocían el avance ergonométrico—. Y es cosa que casi 5 décadas después no he dejado de hacer y deshacer valijas. La última, de finísima piel y marca ya vintage: la encontré hace dos meses en Bogotá, en una Galeria-Libreria de objetos de segunda mano.

Es decir, soy viajero inveterado. Tampoco he parado de llevar enseres de todos los tamaños, de un lado al otro del mundo; libros y cuadros, principalmente. Además, he ido recogiendo piedras. Las últimas fueron de Borobudur y Bali, en indonesia; de Angkor Wat en Cambodia; y de Troya, en Turquía.

Desde pequeño comencé a coleccionar fragmentos rocosos. No logro explicarlo. Alguna secreta atracción se impuso. Una tarde, en Deyá, en la sierra de Tramontana en Mallorca, donde vivió y reposa para siempre Robert Graves, su hijo me contó que el autor de la “Diosa Blanca” tomaba entre sus manos alguna pieza de cerámica griega o romana, para que le “dictaran” su mensaje. Ello le proporcionaba el tono y el ritmo para la redaccion de sus prodigios literarios.

La cerámica también me imprime una fuerza de atracción poderosa. Con fruición me detenía en las cunetas de la estrada que lleva de la Unión en San Salvador, a Tegucigalpa. Solo atravesar la polvorosa frontera de los países que celebraron una guerra con un partido de fútbol, daba uno de frente con  enormes gallos de colores cocidos en hornos de adobe. 

Ya en mis años de Egipto, me hice de unas réplicas de piezas del museo faraónico, sobre todo las de cerámica en azul cobalto que reproducen bestias de las orillas del Nilo y los gatos sagrados.

Años después, viviendo en España, recorrí un tramo del camino de Sao Tiago, en solitario, desde el Bierzo, en León, hasta la catedral compostelana, y rematé en Finisterre. Fue bella la fatiga de recorrer una ruta milenaria, de sorpresas espirituales, gastronomía, y paisaje. 

Durante el viaje que persigue la huella de la vía láctea en la tierra (y que Buñuel filmó con su desparpajo irreverente) deparé con una serie de jarras para vino que habían sufrido el uso continuado de su trato recio, en tascas y tabernas del camino.  Compré varias. Las tengo conmigo y en ocasiones memorables escancio botellas para que no pierdan la memoria de caldos que saciaron tanta sed de peregrinos. Son ánforas poco delicadas, pero de enorme atractivo, por su bella aspereza. Buena tierra que da buen barro esa de la Galicia del campo de estrellas donde reposaría el apóstol, llegado a la península después de haber sido martirizado en tierra santa. La leyenda jacobina habla de una travesía de corte milagroso por el mediterráneo, hasta toparse con el Padrón, casi a punto de doblar la esquina del atlántico, con el mar del norte. Llegué allí, aún con las llagas del camino en los pies. En la villa cercana a la de Camilo José Cela, bajo un sol atroz, acudí a la iglesia parroquial buscando el pilar de mármol, con inscripciones romanas, hacia donde habría aproado la barca del Santo varón. 

Se trata de una reliquia difícil de ver, si no se apiada de uno el sacristán. Insistí diciendo que venía del otro lado del mar. Fui premiado. Subí al altar, colocado a la vieja usanza, no contra el muro y para mi sorpresa, accionaron un mecanismo para recorrer la plataforma. Bajo los manteles ceremoniales, en una hondonada, yacía un enorme pilar de travertino, probablemente. Tenía escrita una inscripción sagrada. Claro que de esa piedra santificada no pude arrancar ni una astilla, para apuntalar mis memorias.

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