Edmundo Font, embajador mexicano, es poeta y pintor; durante 50 años sirvió en países de 4 continentes. Aquí su columna «Palabra de Embajador» cada semana en Zona Zero.
“Convencido de que las mejores memorias no se pueden ni se deben contar, me decidí a entreabrir algunos recuerdos, muchos de los cuales, aparentemente no tienen la menor importancia, pero que, sin embargo, me dejaron una huella imborrable”.
Juan Guzmán-Cruchaga
Coincidencias diplomáticas y existenciales: El Salvador, Bolivia, Colombia. Temprana edad de ingreso a los servicios exteriores de nuestros dos países, Chile y México; poetas pobres ambos. No al revés. Además, el notable escritor que fue Juan Guzmán Cruchaga se desempeñó como primer consul de Chile en Tampico, el puerto donde nací. Y personalizo tanto, porque en sus memorias el célebre escritor habla de haber vivido en la calle de los Jazmines; y mi casona se localiza en lo que fue la calle de las Flores. En ambas arterias de los primeros cuadros del puerto fluvial, solo hubo asfalto de chapopote.
En “Recuerdos entreabiertos”, memorias póstumas de Juan Guzmán Cruchaga, que el Archivo del escritor de la Biblioteca Nacional en Santiago de Chile rescató, gracias a una labor detectivesca de Pedro Pablo Zegers y Tomas Harris, prácticamente paleográfica, podemos incursionar en un legado muy caro y no solo para literatos, si no para todos aquellos diplomáticos que nos acercamos al oficio extraordinario de representar a nuestros países, y conocer el mundo.
En el prólogo del ejemplarizante libro del poeta diplomático chileno, ya se advierte una multiplicidad, casi un palimpsesto, que revela diarios de viaje, relatos de ficción, y hasta discursos que el mismo consul y luego embajador, desdeñaba por su machacona retórica. Ese viaje profesional narrado con acritud y desparpajo, comenzó en mi capital de las huastecas, en condiciones de una precariedad que también recuerdan las de Pablo Neruda, en sus encargos por el Sudeste asiático y Ceylán (donde también yo serví, y Guzmán-Cruchaga, además, en China).
No es pretensión decir que las páginas de las memorias que se remontan a más de cien años, parecerían imágenes en el espejo de algunas reflexiones mías, en un quehacer, que además de ceñirse a la dimensión oficial de la protección de conciudadanos y a la defensa de los intereses nacionales, pasa por una vinculación con el mundo intelectual que conforma la huella identitaria de los países donde uno ha servido. En mi caso, también los lazos establecidos con los pensadores y creadores en los cuatro continentes donde he vivido, representan una de las fortunas más trascendentales.
Reproduzco instantes sobre el primer encargo diplomático de Guzmán Cruchaga, en un Tampico que vivía las postrimerías de la revolución mexicana. El humilde joven consul no tenia medios para alternar con los enviados del imperio británico y holandés y con el cónsul norteamericano, quienes frecuentaban el jockey club. A él asistían los personeros de las compañías petroleras y mineras que explotaban la región, y la pequeña burguesía naciente, de comerciantes locales y españoles:
“…Mi sueldo dependía de los derechos consulares y pasaban los días eternos y las noches horribles y no se divisaba la esperanza de cobrar lo necesario para vivir. Con la promesa de pagar por mensualidades compre algunos muebles para la oficina y para mi dormitorio modesto en los arrabales de la ciudad, en la calle Jazmines. No comprendí jamás la razón de ese nombre porque mi pobre calle era fea como la más fea y triste callejuela, y toda su extensión de barro y petróleo estuvo siempre huérfana de flores.
Por fin, pasados quince días de inquietud, aparecieron los primeros derechos consulares, de los cuales podía descontar los 166.66 que mensualmente me correspondían. Sin embargo, la suma que se me autorizaba a retener era insignificante dada la carestía de la vida.
El pago de mi rincón, el arriendo de la oficina, la cancelación de mi deuda (los muebles) y mis gastos de hotel me obligaban a efectuar las más extrañas operaciones aritméticas, las transacciones más fantásticas y a vivir una vida de subterfugios, escondites, excusas, explicaciones y molestias insufribles. En Tampico no se podía vivir en aquellos tiempos con mis escasos recursos. Con la mayor economia era forzoso gastar mis más de doscientos d6lares para sobrevivir. Recorriendo las calles, hondamente preocupado, descubrí un insignificante restaurante chino, sucio y oscuro. Seria necesario resignarse a utilizarlo. Para evitar que la gente del pueblo sorprendiera al Consul en tan desdichado establecimiento, suprimí el desayuno y el almuerzo. Solo de cuando en cuando me permitía el lujo de entrar a medio día a ciertos hoteles decentes para comer un sándwich y tomar un vaso de leche. Al anochecer cuando la calle de mi restaurante estaba a oscuras me deslizaba, sigiloso y prudente, y entraba a1maloliente comedor donde me servían un plato desabrido”.
Años más tarde este sacrificado funcionario llegaría a trabajar en el Extremo Oriente e ir adquiriendo experiencia notable de sus encargos, a la vez que ir afinando un diapasón de poesía que le valió el Premio Nacional de Literatura de su país, y llegar a ocupar un lugar distinguido entre sus compañeros, escritores—diplomáticos, como De Rokha, Huidobro, Neruda y Gabriela Mistral.
Edmundo Font, embajador mexicano, es poeta y pintor; durante 50 años sirvió en países de 4 continentes. Aquí su columna «Palabra de Embajador» cada semana en Zona Zero.