Por Edmundo Font
Vi filmar, en la villa de pescadores de Paraty, la versión cinematográfica de “GABRIELA, CLAVO Y CANELA”, novela de Jorge Amado. Fue llevada a las pantallas con la actuación de Sonia Braga y Marcelo Mastroniani. Tuve la fortuna de encontrar en Río de Janeiro a la talentosa y bellísima actriz, protagonista también de “DOÑA FLOR Y SUS DOS MARIDOS”, otra célebre obra del gran escritor bahiano, quien me reveló un secreto onírico que modificó la historia de uno de sus más lúdicos relatos, trasunto de la riqueza cultural del sincretismo religioso afrobrasileño.
En Salvador, Bahía, tiene sede uno de los cultos espirituales más poéticos del mundo: el candomblé. Ese cuerpo de creencias llevado por los esclavos africanos al caribe y Sudamérica, es uno de los elementos fundamentales de la cultura popular del Brasil. Allí, muy cerca de uno de los barrios coloniales mas hermosos del continente, conocí a la “Mãe Menininha del Gantois”, considerada ella misma como “Orixá”, y respetada en las dos orillas del océano. Ella inspiró el trabajo de numerosos autores y artistas, entre los que se contaba al autor de “O menino grapiúna”.
Respecto a su sensual novela con Gabriela de trasfondo, Jorge Amado respondió a una pregunta mía sobre el punto final de su relato, diciéndome: “…la noche en que terminé de escribirla, en sueños se me apareció “Vadinho” y me obligó a modificar la trama. Tuve que permitirle seguir con su incorporación espectral amorosa y con su desatada provocación erótica cotidiana, en vez de proscribirlo para siempre…”.

II
Aquí dejo dos fragmentos, de una serie de textos, que traduje de la sabiduría de esa gran brujo de la literatura del Brasil, quien merecía, como Drummond de Andrade también, haberse hecho con el Nobel:
DE LOS ENEMIGOS
—Le tengo horror a los hospitales, los fríos corredores, las salas de espera, antesalas de la muerte, y más aún, a los cementerios donde las flores pierden su vigor; no hay flor bonita en el camposanto. No obstante, poseo un cementerio personal. Yo lo construí e inauguré hace algunos años, cuando la vida maduró mis sentimientos; en él entierro a aquellos que maté, o sea, a aquellos que dejaron de existir para mí, aquellos que murieron: los que un día tuvieron mi estimación y la perdieron. Cuando un tipo va más allá de todos los límites y de hecho, me ofende, ya no me enojo, no me pongo furioso con él, no me peleo, no corto relaciones, no le niego el saludo. Lo entierro en mi cementerio “en él no hay tumbas familiares o túmulos individuales; los muertos yacen en la fosa común, en su promiscuidad ordinaria, en su grosería. Para mí el fulano murió, fue enterrado, haga lo que haga ya no puede lastimarme. Raros entierros “menos mal” de un pérfido, de un perjuro, de un desleal, de alguien que faltó a la amistad, traicionó al amor y actuó interesadamente, falso, hipócrita, arrogante; la impostura y la presunción me ofenden fácilmente. En el pequeño y feo cementerio sin flores, sin lágrimas, sin una pizca de saudade (apenas traducible por nostalgia), se pudren unos cuantos sujetos, unas pocas mujeres, a unos y a otras barrí de la memoria, los saqué de la vida. Encuentro en la calle a uno de esos fantasmas, me detengo a platicar, escucho, correspondo a las frases, los saludo, los elogios, acepto el abrazo, el beso fraterno de Judas; sigo adelante, el tipo piensa que me engañó una vez más, no sabe que está muerto y enterrado.
DE LA ENVIDIA
—No envidio a quien quiera que sea. La riqueza, el talento, el éxito, la gloria, de mi prójimo y del distante no me afligen; soy capaz de expresar admiración, de aplaudir, de entonar loas, y trasportar en andas como en procesión, me gusta hacerlo. El éxito de un amigo es el mío, y no es necesario que sea un amigo, basta que sea un paisano, bahiano, brasileño, y a veces, ni eso; basta que le descubra talento, vocación. Me alegra depararme con un poeta, con un novelista joven, debutante de inspiración verdadera, porque salgo a anunciar inmediatamente el acontecimiento. Inmune a la envidia, me siento libre para ejercer la admiración y la amistad, ¡qué belleza! Nada más triste que alguien que sufre con el éxito de los demás, que es esclavo de la negación y de la amargura, que babea envidia, y se arrastra en el desprecio, un infeliz.
De la crítica.- Ninguno de mis detractores, tantos que no pierden la ocasión para hablar mal de mí, sabihondos cuya misión crítica es negar cualquier valor a mis libros, ninguno de ellos conoce tan bien mis limitaciones de escritor, cuanto yo mismo; de ellas tengo plena conciencia, no permito que me ilusionen los oropeles o los confetis. Sé también, a ciencia cierta, existir en las páginas que escribí, en las criaturas que creé, algo imperecedero: el soplo de la vida del pueblo brasileño. No cargo vanidad, ni presunción; sí orgullo.

Edmundo Font, embajador mexicano de carrera, es poeta y pintor; durante 50 años sirvió en países de 4 continentes. Contaremos con su columna «Palabra de Embajador» cada semana aquí en Zona Zero en la sección de OPINIÓN.