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Por Edmundo Font

JUAN RULFO me dijo adiós. Agitaba la mano en alto, como suelen hacerlo quienes se despiden de los viajeros en los muelles, o en los andenes de los trenes. Me supo mal. Estuve a punto de cruzar de nuevo la avenida Insurgentes, del otro lado del semáforo donde él continuaba parado. Había pasado a buscarle a su departamento, en la calle Felipe Villanueva, para ir a tomar un café y no quiso que le acompañara de regreso. Insistió en que él iría conmigo hasta que se detuviera un taxi. Fue la última vez que le vi.

Mi inquietud se debía a una supersticion. Años atrás mi padre se había despedido, para siempre, del mismo modo. Una noche muy húmeda, en Tampico, bajó las escaleras de su piso, después de que ya nos hubiéramos dicho adiós y dado un último abrazo. Agitó la mano en alto desde el otro lado de la calle, y no lo volví a ver. Eso mismo me pasó con Rulfo. Desde entonces evito esa seña inofensiva. Pero uno se arrepiente de no seguir las corazonadas. Una especie de cobardía, de temor al ridículo nos paraliza. Y eso  lo viví la última vez que estuve con ese gran maestro de gran lucidez y gran oído literario. Rulfo era dueño de un fraseo que afinaba con el ritmo de su cadencia al hablar. Lo trasladaba a sus personajes, en el mismo tono, bajo y dubitativo, entreverando silencios, y deslizando vocales y consonantes, al tiempo que escudriñaba el alma de la gente. Lo hizo tambien así con su cámara fotográfica, captando el paisaje humano con reflejos ondulantes de matorrales, nubes, llanuras, árboles.

II

Conocí a Rulfo personalmente, muchos años antes de esa despedida final. Una mañana de 1975 estaba haciendo la fila para documentarme en un vuelo a San Salvador, que continuaba a Costa Rica. En la otra fila, los gandallas de siempre se brincaban los puestos para documentarse primero. Observé que Rulfo, quien iba a dar conferencias en San José, educado y paciente, no reclamaba. Llamé al supervisor, diciéndole, “Ve usted a ese señor, es el más grande escritor de México”. El hombre de inmediato lo atendió. Más tarde me le emparejé a Rulfo en el corredor, antes de abordar. En aquella época los vuelos de LACSA no tenían lugares marcados. Maestro, me presenté, soy el agregado cultural en El Salvador, me permitiría sentarme a su lado. Rulfo asintió con amabilidad. Hablamos de la edición española de sus libros y se indignó. Los habían edulcorado para adaptarlos  a los modos peninsulares. Al sobrevolar los volcanes, me dijo, allá abajo, en Amecameca tengo un terrenito y planto maracuyá, una fruta nativa del Brasil. Muchos años después ese comentario se desdobló con la coincidencia de un viaje a la tierra de Guimarães Rosa, que organicé, no sin sobresaltos.

III

En Río de Janeiro, mi consulado general carecía de fondos para actividades culturales. Para hacer actividades de esa índole me la agencié varias veces, entusiasmando a los colegas franceses, quienes tenían buenos recursos y un centro cultural con un teatro magnífico. Les propuse que invitáramos conjuntamente a Rulfo. Nuestra Cancilleria cubrió los billetes de avión y yo conseguí con ellos el hospedaje. Programamos lecturas en universidades de Río y San Paulo. La expectativa del viaje del autor de “Pedro Páramo” fue muy grande. Varias televisiones cubrirían la llegada, y me acompañarían a recibirlo, entusiasmados, algunos amigos intelectuales brasileños que lo admiraban. El vuelo directo de Varig, con escala en Manaus, llegó a tiempo. Quien no llegó, fue Rulfo. No tuve explicación inmediata para dar a la prensa, a mi colega el Consul de Francia, André Cirá, ni a Antonio Torres, Nélida Piñón, Alfonso Romano de Santa Ana, y Ligia Fagundes Telles. 

Ya en mi oficina de la Praia de Botafogo, traté de localizar a Rulfo. La familia no me supo decir dónde se encontraba. En su oficina, en el Instituto Indigenista, me lo negaron varias veces. Acudí a Martha, pariente de mi gran amigo José Balbi, quien acompañaba en México a su marido, el corresponsal brasileño Eric Nepomuceno. Ellos tenían una relación muy cercana. Martha me prometió hablar con Rulfo. Al fin recibí su llamada. Dijo que no se había sentido bien. 

Aunque luego luego me arrepentí, con dramatismo, le dije. Maestro, usted sabe cuánto le respeto, pero puede estar en riesgo mi trabajo. La expectativa de su viaje era muy grande y a nivel nacional. Le conté que habíamos removido obstáculos burocráticos; los franceses seguían apoyándonos y teníamos listo el programa. —¿Cuando quieres que vaya?— me preguntó. Cuando usted me diga. Reprogramaremos.

Una semana después, en una especie de repetición del primer ensayo en la espera del aeropuerto del Galeão  (Hoy Antonio Carlos Jobim) un Juan Rulfo, desembarcó entre numerosas cámaras y prensa.

Una periodista le preguntó qué le había parecido el libro “La guerra del fin del mundo” de Vargas Llosa, y para sorpresa de todos, le respondió, “nada especial, lo leí en el original, en “Os Sertões, de Euclides de Acunha…”. La rivalidad literaria fue corroborada. Ambos escritores vivían en las antípodas ideológicas. 

Nota: el corto espacio me impide narrar otros momentos de ese viaje tan memorable, y los encuentros también con Darcy Ribeiro, Kate y Carlos Lyra. 

EN ESTA IMAGEN, JUAN RULFO ESTÁ EN LA CASA DE EDMUNDO FONT, EN RÍO DE JANEIRO, CON SU HIJA BERENICE. Imagen de Archivo del autor.

Semblanza del autor: Edmundo Font, embajador mexicano de carrera —R—, es poeta y pintor; políglota, durante casi 50 años sirvió en países de 4 continentes. Fue maestro en universidades de El Salvador, Egipto, y Río de Janeiro. Ha publicado libros de poesía y traducciones. Tiene obra en colecciones de museos en Asia, España y Latinoamérica. Contaremos con su columna «Palabra de Embajador» cada semana aquí en Zona Zero en la sección de OPINIÓN.

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