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Por Edmundo Font

“Los museos de verdad son los sitios en los que el Tiempo se transforma en Espacio”.

Orhan Pamuk 

Premio Nobel de Literatura 

Mi vida de viajero, desde los 20 años, en que fui por primera vez a Europa, ha transcurrido entre museos, y sitios arqueológicos de 4 continentes. Como se decía entonces, se me abrieron “las puertas de la percepción” y ello fue principalmente con El Prado, las Cueva de Altamira, el Louvre, Beaubourg, la Capilla Sixtina, la Vía Appia, y el Moisés de San Pietro in Víncoli. Y regresando a México, mi escala en Nueva York, donde aún se exhibía el Guernica de Picasso en el MOMA, me llevó a escribir, entre los renglones impresos de las salas del museo y frente a la magna obra, un largo poema que condensaba la lección vivida durante medio año. Luego, ese texto, con grabados de Benito Messeguer, se convertiría en mi primer libro publicado en la editorial “Metáfora”. Cabe señalar que corregí ese poliédrico y cubista manuscrito, en un autobús Greyhound, durante los siete días que me llevaron, sin parar, de regreso a México.

En perdurable amor, iniciado en ese primer viaje también al Mediterráneo —que renové este año, en que visité islas del Egeo y volví a Atenas; y en el gran museo nacional vi desplegado el tesoro recuperado en Micenas por Schliemann (el descubridor de Troya) con la mascarilla de oro atribuida a Agamenón, personaje fundamental en la obra de Homero. Además, me deparé con uno de los recintos museográficos más importantes del mundo, el de la Acrópolis, lo que me permitió apreciar de nuevo la grandeza del legado de la Grecia Antigua, en un ambiente único, dispuesto con una museografía de altísimos vuelos. Se depara uno con la armonía de la belleza clásica y la dimensión humanística de su estética, donde gravitan las deidades y los mitos del Partenón. 

Al escribir estas líneas reconozco la dificultad de expresar el deleite de sumergirse en un viaje por la historia del arte y las culturas de occidente. Y revivir hallazgos que puedo proponer, lúdicamente, como diálogo entre civilizaciones distantes. Fue el caso, en el museo MÁS, en Amberes, bajo una deslumbrante arquitectura contemporánea en un muelle del rio Escalda. Allí quedé estupefacto (no sorprendido, como diría en un juego sutil don Alfonso Reyes) por la semejanza entre el rostro de Agamenón, que creyó encontrar Schliemann, y una máscara de oro precolombina, cuyas imágenes se verán en esta crónica, en un apartado gráfico que incluye registros de dos museos más.

Otro deslumbre lo viví también en Amberes, al visitar el recinto que contiene la huella de 300 años de prodigios editoriales, entre ellos, la primera biblia políglota, publicada en Latín, Sirio, Arameo, Griego, y Hebreo. Me refiero al Museo Plantin Moretus, catalogado como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. En 1555 Christophel Plantin fundó en la capital flamenca la primera imprenta del mundo. La Officina Plantiniana llegó a ser la mayor de Europa, con extraordinaria calidad de impresión y la creación legendaria de tipografía clásica, vigente hasta hoy. El histórico recinto, además de contar con retratos de Rubens y de otras joyas de la pintura flamenca, preserva las dos imprentas más antiguas del mundo. Y cuenta con una biblioteca que conserva 250,000 libros antiguos y 628 manuscritos —de consulta virtual hoy en día— siendo una de las más connotadas para la academia, y para estudiosos en general. En sus estantes se hallan obras fundamentales del pensamiento espiritual, científico, filosófico, literario e histórico. En ese portentoso taller en el que se fundían los tipos de imprenta cada día, se editaron el primer mapa y el primer atlas conocidos. 

II

Hablando de una suerte de Museo de las Emociones, debo celebrar una maravillosa novela del premio Nobel turco Orhan Pamuk “EL MUSEO DE LA INOCENCIA”. De ese libro, con más de 600 páginas no solo se desprende  un recuento sociológico de la sociedad de Estambul de los años 70, con el trasfondo de un amor infeliz y dramático, si no que se materializa, desdoblado en una edificación, un  monumento a objetos aparentemente nimios, pero trascendentes para la memoria colectiva. El material documental y la dimensión imaginativa del relato cobró cuerpo en una colección de más de mil objetos de la vida cotidiana y fotografías, atribuidos a los personajes de la novela, y dispuestos con extremada elegancia museográfica, en vitrinas, cajas collage, y diversas instalaciones con proyecciones de películas de los años 50.

La “novela edificada en una creación real” se localiza en un edificio del barrio de Beyoglu, en el margen asiático de lo que fue Bizancio; allí, el juego de espejos y clima surrealista se desdobla por las calles del barrio: anticuarios ofrecen objetos que bien podrían seguir incorporándose a un museo que se ha vuelto el segundo más visitado de Estambul. La interacción de los visitantes no solo se da a través del seguimiento de los episodios novelados y ensamblados en vitrinas si no que ha dado paso a un lugar de culto, de leyenda urbana para amantes exitosos o despechados. Muchos visitantes han dejado cartas y una infinidad de “Billet Doux”, que se han ido catalogando. Cabe destacar un guiño generoso de Pamuk a sus lectores. Si se  llega con el ejemplar de la novela a la taquilla, la entrada será gratuita y estamparán un sello en el hueco tipográfico de la página 629 —en la edición en español de Mondadori—. 

Selecciono y comparto unos párrafos, a manera de un catálogo personal, de la novela de Orhan Pamuk, arqueólogo sentimental de la modernidad, en un maravilloso y emblemático país, cruce de civilizaciones. Es la magia de Estambul, gemela, y con mucho, a nuestra noble y leal Ciudad de México (hasta en lo populosa y caótica en tráfico y desorden arquitectónico urbano). Así, el personaje principal del MUSEO DE LA INOCENCIA, el,desdichado Kemal, dice:

“…le conté que en los últimos 15 años había visitado 1743 museos de todo el mundo y que había guardado las entradas y, como suponía que le interesaría, le describí los museos de los autores que le gastaban. Puede que sonriera al saber que en el museo Dostoievsky de San Petersburgo la única pieza auténtica era un sombrero guardado en un fanal junto al cual había una nota que rezaba “perteneció realmente acDostoievsky. ¿Y qué me decía de que el Museo Navokov de la misma ciudad hubiera sido usado en la época de Stalin como oficinas de la comision de censura local? Le conté que ver en el museo de Marcel Proust de Illiers-Combray, los retratos expuestos de las personas que había tomado como modelo el autor para los personajes de su novela no me había aportado ninguna idea sobre la obra si no sobre el mundo en el que había vivido. No, no encontraba estúpidos los museos de escritores. Por ejemplo, me pareció muy adecuado que la casa de Spinoza, en la pequeña ciudad holandesa de Rijnsburg, se hubieran reunido sin que faltara ninguno de todos los libros que constaban en el acta levantada con la muerte del autor y se expusieron según el tamaño, tal como se hacía en el siglo XVII. ¡Que feliz había sido durante un día entero en el museo Tagore, observando las acuarelas del escritor, recordando el olor a polvo y humedad de nuestros museos de Atatürk de la primera época y escuchando el interminable estruendo de Calcuta mientras paseaba por las laberínticas salas!. Le mencioné lo muy conocido que me habían resultado las fotografías que vi en la casa de Pirandello, en la ciudad siciliana de Agrigento y que me pareció que fueran de mi propia familia; el panorama de la ciudad que se veía desde las ventanas del Museo Strindberg de Estocolmo y la diminuta y triste casa de cuatro pisos de Edgar Allan Poe había compartido en Baltimore con su tía y su prima Virginia, por entonces de 10 años, con la que luego se casaría. (De hecho, por su pequeño tamaño, su aspecto triste, sus habitaciones y su forma, este museo Poe de cuatro pisos, que hoy se encuentra en medio de un barrio ahora remoto y pobre de Baltimore, era el lugar que más se parecía a la casa de los Keskin de todos los museos que he visitado). También le conté a Orhan Bey que el museo de autor más impecable que había visto en mi vida era el museo de Mario Praz, en la calle Giulia, en Roma. Sí, como yo, conseguía una cita y visitaba la casa de Mario Praz, el gran historiador del Romanticismo, amante con la misma pasión de la literatura y la pintura, debía leer el libro en el que el gran escritor narra la historia de su colección sala por sala y objeto por objeto como si fuera una novela… La casa en que nació Flaubert en Ruán estaba llena de los libros de medicina de su padre y no había la menor necesidad de que fuera al museo Flaubert y de Historia de la Medicina. Luego miré atentamente a los ojos a nuestro autor: 

—Seguramente sabe por sus cartas, Orhan Bey, que Flaubert guardaba en un cajón un mechón de pelo, un pañuelo y unas zapatillas de su amante Louise Colete, que le había inspirado al escribir Madame Bovary y con la que, como en la novela, había hecho el amor en hoteles de pueblo y en coches de caballos, y que de vez en cuando los sacaba de allí, los acariciaba y soñaba con su manera de andar contemplando las zapatillas… —Yo También Orhan Bey, he amado tanto a una mujer como para guardar mechones de su pelo, sus pañuelos, sus horquillas, todos sus objetos personales, buscando consuelo en ello durante años. ¿Puedo contarle con toda sinceridad mi historia?”.

Semblanza del autor: Edmundo Font, embajador mexicano de carrera —R—, es poeta y pintor; políglota, durante casi 50 años sirvió en países de 4 continentes. Fue maestro en universidades de El Salvador, Egipto, y Río de Janeiro. Ha publicado libros de poesía y traducciones. Tiene obra en colecciones de museos en Asia, España y Latinoamérica.

A partir de Hoy, contaremos con su columna «Palabra de Embajador» cada semana aquí en Zona Zero en la sección de OPINIÓN.

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