Por Edmundo Font
Me presenté en el Palacio de Nariño, acompañado por funcionarios de mi embajada y del Director del Protocolo colombiano. En la bella explanada estaba formada la guardia y la banda militar. El día deslumbraba por la luz profundamente azul de la atmósfera alta del país andino. A pocas calles se encontraba el palacete de la cancillería de San Carlos, desde donde escapó de la muerte Simón Bolívar, una noche aciaga, magistralmente narrada por García Márquez en «El General en su laberinto».
Caminé emocionado por los amplios corredores. El presidente Virgilio Barco era un hombre corpulento, elegante, de cabello cano; utilizaba gafas de cristales con alta graduación, magnificando su mirada. La ceremonia transcurrió conforme a los cánones, y después de las fotografías de rigor inicie una breve conversación, marcada por un aire severo, pero de grata cordialidad.
La ceremonia de presentación de cartas credenciales estaba llegando a su fin. Tenía que aprovechar los últimos segundos y repetir la frase capturada de memoria tres días antes en pleno restaurante del hotel “Maria Isabel”.
—¿Señor Presidente, ¿me daría usted licencia para comunicarle un recado del señor García Márquez?—.
El presidente me miró con sorpresa, detrás de esos lentes como de fondo de botella, en los que se magnificaban sus ojos.
—Diga usted—
Repetí la frase, al tiempo que un mecanismo extraño me la borraba de la mente.
La experiencia me recordó un trance de la infancia. El director de mi secundaria me había mandado llamar a su despacho (era también alcalde de la ciudad) para pedirme que aprendiera de memoria un largo poema de Amado Nervo, dedicado a Benito Juárez. Me daba una semana “sabática”, al fin de la cual debía declamar en la plaza pública. Salí airoso de la prueba, pero al día siguiente no recordaba ni una jota. Eso me pasó con la frase del Nobel colombiano. Se me deshizo como un terrón de azúcar. El mensaje secreto llevaba el sello de los mensajes enigmáticos que encierran cuestiones de vida o muerte. Y nunca mejor dicho.
El presidente Barco escuchó con esmerada atención. Guardó silencio durante un minuto interminable y entonces esbozó una enorme sonrisa, como si se le hubiera quitado un peso de encima. Se levantó, claro, sin aludir al tema. Me tomó del brazo y les dijo a sus colaboradores: me satisface que México haya enviado a un embajador tan joven (tenía yo 36 años). Como ustedes saben —agregó el presidente— he nombrado en mi gabinete a ministros de su generación.
El secretario de la Presidencia y el viceministro de Relaciones no daban crédito a la reacción y al cambio de humor. El clima de la ceremonia, de solemne se había vuelto familiar.
—Embajador, anote mi número de teléfono. Cuando usted lo desee, llámeme; yo respondo, directamente—.
Agradecí, sin entender demasiado, pero suponiendo que mi frase era una suerte de “ábrete sésamo” y de que su contenido, cualquiera que éste fuera, me estaba brindando una oportunidad única. Representaba para mi entrar en Colombia con el pié derecho.
Tiempo después, ya siendo Cónsul General de México en Barcelona, apareció García Márquez de vacaciones en la ciudad condal. Aproveché para invitarlo, con su esposa Mercedes y sus nietos a comer en nuestra casa de San Cugat. Les recogí en su departamento de las Ramblas de Cataluña, a varias cuadras de la “Pedrera”. Al pasar por el barrio de Gracia me pidió parar un momento, y dijo, te voy a mostrar donde vivía María dos Prazeres, el deslumbrante personaje de uno de los “12 cuentos peregrinos”.
En nuestra casa de San Cugat ya nos esperaba mi familia, la más destacada agente literaria del mundo hispánico, Carmen Balcells, su marido Luis Palomares, y el pintor catalán Frederic Amat. De esa ocasión conservo una foto en la que don Gabriel y Mercedes cargan a mi hija Valeria, quien había nacido en Colombia algunos meses atrás.

EL MATRIMONIO GARCIA MÁRQUEZ CON VALERIA, MI HIJA BOGOTANA.
Al final de la comida, durante la sobremesa luminosa del verano catalán, me atreví, por fin, a preguntar: don Gabriel, ya pasó mucho tiempo y además, dejé Bogotá para cumplir con esta nueva encomienda diplomática; tal vez pueda revelar el mensaje en clave que me pidió transmitir al presidente Barco.
García Márquez dudó.
—Tiene razón, algo puedo decirle, pero no todo. La mañana en que nos encontramos durante el desayuno en el hotel “María Isabel”, como recordará, yo acababa de aterrizar en un avión de Cubana de Aviación que había sido demorado por la seguridad del estado en la Habana. Me indicaron que el comandante Fidel Castro tenía urgencia de verme. Al llegar al sitio donde me aguardaba, se abrió la puerta y vi al Presidente Gorbachov, quien efectuaba su visita oficial a Cuba…—.
Cada quien es libre de interpretar el posterior misterio, sobre todo, conforme a la dimensión geopolítica y a los conflictos de aquellos tiempos.
Nosotros nos quedaremos para siempre sin conocer el verdadero asunto tratado en la frase en clave; y yo lamento el olvido de unas pocas líneas que me abrieron puertas fundamentales en mi carrera diplomática, de la mano de uno de los más célebres y monumentales escritores de nuestra lengua.

ADDENDA: mis encuentros con García Márquez en Bogotá y Cartagena de Indias, Barcelona y la CDMX fueron memorables. Cenas, comidas y reuniones de trabajo. Coincidimos en alguno de sus cumpleaños con amigos comunes, como Carmen Balcells, Alejandro Obregón, Nélida Piñón, Alvaro Mutis, y Manuel Domingo Rojas; y en la casona presidencial diseñada por Sulmona, en Cartagena de Indias, con el Presidente Gaviria. Por ello comparto aquí una breve galería de imágenes significativas.
La última vez que lo vi durante una cena con mi esposa Veronique, ya sufría percances de salud; sin embargo, la respuesta a una pregunta sobre el proceso creativo de “Cien Años de Soledad” me permite cerrar esta página con un recuerdo tan significativo, como el episodio de la frase misteriosa de Gorbachov para Virgilio Barco. Al celebrar su confidencia le dije, lamento no haber grabado su aguda respuesta.
Don Gabriel García Márquez me respondió: “…si me hubieras grabado, no la habría dicho nunca”.




