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Por Edmundo Font 

De vez en cuando regreso al pasado. Como cuando volví a un espacio familiar que suponía desaparecido para siempre. El departamento que mi padre alquiló en la Ciudad de México cuando desembarcó, con mi abuela y una tía, desde una España en plena guerra civil.

Ese hábitat retornó inesperadamente a mi vida. ¡Y de qué manera! El entrañable espacio en la calle Martí, en Tacubaya, gozaba entonces de lo que se llamó una “renta congelada”. Una ley protegía de aumentos especulativos a quien arrastraba un historico alquiler, como fue el nuestro, durante décadas. Esa fue la circunstancia de mi familia paterna. Y luego la mía, cuando dejé la provincia para estudiar en la capital.

Fallecido mi padre cerramos a cal y canto ese piso que ya solo poblaban los recuerdos; y un buen día, comenzamos a pagar la renta en un juzgado, a raíz de una amenaza de desalojo del propietario.

Huelga decir que de forma inconsciente nos desentendimos del lugar, y lo abandonamos a su suerte, mas bien, a la buena fortuna de una especie volátil, que zurea, y que se enseñoreó de él: una invasora población de pichones y palomas.

Hace un tiempo largo me localizó, moviendo cielo, tierra y mar —y no es figura retórica— el hijo del propietario del edificio, don Gonzalo, a quien tras meses de inquirir mi paradero me dió una de esas contundentes sorpresas de la vida, anunciándome que el piso seguía aguardándonos, como un centinela dormido.

Don Gonzalo estuvo años en espera de que nos hiciéramos vivos para actualizar los términos  del contrato de un vetusto domicilio que se había convertido en personaje inmaterial. Mi primera reacción fue de estupor. El segundo balde de agua encima fue la incredulidad por el recordatorio tan tardío; nos habíamos hecho a la idea de que la incuria habría desatado los vínculos con un espacio que aún preservaba mobiliario, aparatos, cristalería y demás objetos domésticos.

Tuve que armarme de valor para retornar a algunos días cuya acumulación han sido una suerte de capas geológicas: de bebé a niño crecido, y luego de adolescente, en que ya universitario radiqué bajo ese techo. Esa época la celebro y la rememoro con un sentido intelectual.

Allí tuve la fortuna de que aceptaran mis invitaciones algunos notables escritores y artistas. Ahora me cae el veinte de que tuve el privilegio, como joven poeta de 20 años, de recibir y atender a Rubén Salazar Mallén, Jesus Arellano, Francisco Hinojosa, Alejandro Aura, Jorge Hernandez Campos, Margarita Paz Paredes, Carmen de la Fuente. Al periodista Rodolfo Rojas Zea del Excélsior; a los directores de cine, y dramaturgos Juan Ibáñez, Oscar Liera, Jaime Saldívar; al pianista Bibiano Valdés; al librero de «Gandhi», Mauricio Achar, a Flavio Salamanca, director de arquitectura de Bellas Artes, y a Benito Messeguer —por entonces director de la escuela de artes plásticas «La Esmeralda», quien ilustró “Otra Vez Guernica”, mi primer libro de poemas.

En una cocina donde cabíamos dos personas a duras penas, mi talentosa primera esposa, preparaba peroles de ravioles con salsa de tomate y orégano, de la «Pasta Italiana», en la calle Ayuntamiento. Y ofrecíamos una versión mexicana de vino tinto «Paternina», y bolillos de la época que nada le pedían a las «baguettes». En el tocadiscos giraba, a 33 revoluciones, Paco Ibáñez, y el Cuarteto Cedrón (a quienes conocí en París) y una Pléyades musical que iba de Atahualpa Yupanqui a Mercedes Sosa, pasando por  los «Folcloristas», con la voz de la dulce Amparo Ochoa. 

De regreso al presente de aquel pasado podría parafrasear una frase de García Márquez: cuando fui feliz e indocumentadamente… aprendiz. Y el epílogo de este retazo de historia personal ha sido el choque emocional de quien acaba con un cerrojo, a golpe de mazazos. Así irrumpí en una morada con montones de ves allí radicadas.

Esas mensajeras Picassianas lo fueron de una paz de los sepulcros —cúmulos de carcazas y plumas regadas por las estancias—; los volátiles se habían colado por ventanas rotas durante  tormentas de granizo. La descripción permite el uso de imagen «Dantesca»: una capa devastadora y blanquecina de deshechos; un nido de varios metros cuadrados había sido confeccionado por aves que  cuando abrí la puerta alzaron el vuelo, como en película de Hitchcock.

Tres generaciones de «transterrados» en la familia, cruzando el Atlántico. Una, escapando de Yucatán a Barcelona, por las expropiaciones del primer gobernador socialista del continente, Felipe Carrillo Puerto: mi abuelo el catalán. Luego mi padre y mi abuela, huyendo de las infamias franquistas. Después mi hermana y mi hermano, exiliados por decisión propia en otras latitudes. Y yo, muy lejos de la calle Martí, en mi vocación del viaje perpetuo que es la diplomacia.

Es curioso pensar que al final fui siendo echado definitivamente de un nido familiar, por otro colosal, el de un cúmulo de palomas con un ramo de recuerdos en el pico…

Edmundo Font, embajador mexicano de carrera, es poeta y pintor; políglota, durante casi 50 años sirvió en países de 4 continentes. Fue maestro en universidades de El Salvador, Egipto, y Río de Janeiro. Ha publicado libros de poesía y traducciones. Tiene obra en colecciones de museos en Asia, España y Latinoamérica. Contaremos con su columna «Palabra de Embajador» cada semana aquí en Zona Zero en la sección de OPINIÓN.

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