Por Edmundo Font
—Aquí hubo un embajador de su mismo apellido, Font— dijo la persona que me estaban presentando. Soy ese mismo, respondí. Y don Carlos Alvarado me estrechó en un abrazo afectuoso. Días después, en la galería de arte “Sextante” de María Eugenia Niño y de otro amigazo mago, Luis Ángel Parra (en su histórica imprenta de libros de arte editó varios mios), Alvarado me recordó un olvido imperdonable. En su memoria habría quedado la duda romántica de que ambos hubiéramos tenido la misma novia —espero que no al mismo tiempo—.
Escudriñando en el baúl de los afectos extraviados, recordé entonces un escrito del inmenso novelista que fue Javier Marías (hijo del filósofo Julián, encarcelado por Franco). El autor de “Mañana en la batalla piensa en mi”, conforme un texto de Sergio Marras (el cual transcribí con el debido credito) afirmaba:
“…cada vez que (Javier Marias) sabía de infidelidades o asistía a cambios de pareja o a segundas nupcias, o cuando veía prostitutas en las calles, se acordaba de su época de estudiante de Filología Inglesa en Oxford, donde había una vez sabido de un verbo y un sustantivo anglosajón que no habían sobrevivido en el inglés moderno o que, peor aún, habrían sido abolidos. Tenían que ver con la relación adquirida entre dos o más hombres que habían yacido con la misma mujer, aunque en diferentes épocas.
El verbo: ge licgan, recuerda Marías, llevaba el prefijo ge, que originalmente significaba camaradería, y se unía con licgan, que quiere decir yacer. Como complemento estaba el sustantivo gebrydguma, que vendría a significar algo así como connovio. En nuestras sociedades, especialmente en sus élites, tener connovios conocidos, a lo largo de la vida, es algo más que común, aunque casi siempre nos ignoramos unos con otros. Habría que agregar que esto también vale para las mujeres.
Marías afirma que la conyacencia o el connoviazgo trae dos tipos de consecuencias: la negación, cuando se pretende tapar el tema al considerar al conyacente como alguien inferior en casta o inteligencia. O la afirmación, contentísima, cuando se trata de alguien superior que podría cambiarle el pelo al aura del nuevo o viejo conyacente. No es raro escuchar a alguien’ que dice que se casó con la ex esposa de un político notable o con el ex novio de una cantante famosa.
En realidad, si uno mira a su alrededor, los conyacentes son varios en la vida de cada hombre y de cada mujer. Y, ojo, los conyacentes no son los consabidos amantes simultáneos. Simplemente, son gente que se ha relacionado amorosamente con la misma mujer u hombre en algún momento de su historia afectiva”.
Así que con el brillante ingeniero Carlos Alvarado, hombre de mar, con velero anclado en Cartagena de Indias y en un lago andino, descubrimos que nos une un bello parentesco. compartimos los favores emotivos de Penélope, —como le llamaré a esa imagen del pasado recuperado en un golpe de suerte por un encuentro inusitado también, en el extraordinario centro cultural mexicano que lleva el nombre de Garcia Márquez y que diseñó otro icono de la arquitectura latinoamericana, Rogelio Salmona. Allí nos “presentó de nuevo” Gabriela Roca, la eficaz y creativa directora de nuestra magna librería del Fondo de Cultura Económica.

II
—qué elegante foulard lleva usted— dijo quien resultó el propietario de un hermoso restaurante, a la mitad entre antiquariato, de cuidadosa decoración Art Déco y entrañas de navío corsario inglés, con vajilla, cubertería y cristalería, cuidadosamente seleccionada. Y yo agradecí a aquel señor, quien siendo el dueño del recinto, llevaba un delantal de cintura para abajo y me recibía gentilmente para ofrecerme una mesa en su deliciosa casa de comidas. “El Patio”, en el barrio de la Macarena, justo detrás de la morisca plaza de toros de Bogotá, me había acogido unas noches antes para una cena. Y ya en esa otra ocasión me había surgido otra duda inquietante.
Don Fernando Bernal disipó una suerte de “dejavú”, con creces. Nos miramos más y casi al unísono: ¿será que nosotros nos conocemos? Entonces nos escudriñamos otros segundos. Mencionó su nombre, y yo el mío. Acto seguido se dio otro de esos abrazos inmemoriales entre quienes se guardan afecto, pese a no haberse visto en treinta años.
El vino abierto de mis querencias y el primer plato de jamón de Parma que Fernando combinó con Parmigiano Reggiano, desató la lengua italiana en que ambos nos hablábamos décadas atrás, como diría Hemingway de París, con variantes, —en que fui feliz y documentado— en la Bogotá que Ramón Menéndez Pídal llamó “La Atenas de Sudamérica”.
Y ‘Se non è vero, è ben trovato’

Edmundo Font, embajador mexicano de carrera, es poeta y pintor; durante 50 años sirvió en países de 4 continentes. Contaremos con su columna «Palabra de Embajador» cada semana aquí en Zona Zero en la sección de OPINIÓN.