Por Edmundo Font
Ahora que acabo de volver de Isla Negra, y visitar la última morada y tumba de Neruda; además de encontrar al embajador Goñi —que está siendo invitado a México— y quien es autor de obras sobre el Nobel chileno, y vecino privilegiado en su paraje poético, abrevio líneas de un texto intrigante:
Pablo Neruda no registra el hecho, de alcurnia Rimbaudiana, en sus memorias. El compinche de su aventura, tampoco: el poeta Ramón Martínez Ocaranza, oriundo de Jiquílpan (1915), ocultó deliberadamente la noche qué pasó en prisión, con el célebre premio Nobel.
Tal vez por eso las malas lenguas consignan versiones diversas, y es más una chisme literario que una anécdota precisa, y sobre todo, comprometedora, para quien se desempeñaba entonces como miembro del servicio exterior de su país. Pablo Neruda venía de su bautizo de fuego, y no sólo diplomático, en Rangún, Birmania; y en Colombo, en la antigua Ceylán (su bella amante de piel «azul», Josie Bliss, estuvo a punto de cumplir la promesa que guardaba en forma de cuchillo bajo la almohada, si Neruda la abandonaba). Eso había ocurrido 20 años antes de lo sucedido en Michoacán.
No quisiera echar leña al fuego, pero la cancelación del Exequatur número 24, que lo acreditaba como cónsul general en México lleva una nota inusual firmada en julio de 1944, concluyendo el nombramiento, que reza: «El señor Ricardo Reyes (Pablo Neruda) regresó a Chile hace varios meses» y es firmada por el entonces embajador Schake, y dirigida al Canciller mexicano, el brillante diplomático que fue don Ezequiel Padilla.

Font en el lago de Pátzcuaro, con la autoridad de Janitzio.
Algunas malas lenguas investidas de historiadores narran el episodio de la noche de las luminarias rotas, más o menos así: el poeta michoacano Martínez Ocaranza habría organizado el 18 de agosto de 1943 una gira gastronómica por las islas del lago de Pátzcuaro, regada con el extraordinario mezcal de la región, acompañando al mitológico pescado blanco, obtenido en las redes mariposa de Janitzio.
Al regreso a la cabecera municipal, Pátzcuaro, que lleva el mismo nombre del lago sagrado de los Purépechas, los dos poetas habrían reposado en un banco de la plaza de armas colonial más grande del continente —fuera del Zócalo— y la única principal y laica de un poblado fundado hace casi quinientos años. La bella superficie, por decisión de Tata Vasco, no incluyó la catedral allí.
La noche de fiesta de los dos poetas habría revelado un espectáculo de la bóveda celeste y de la vía láctea, como la que constaté con un grupo de amigos, cuando nos quedamos sin combustible a la mitad del lago; sin duda, una visión así llevó a los pueblos prehispánicos a considerar el espejo del lago como la entrada a la divinidad y no al inframundo.
Los cielos nocturnos de Pátzcuaro son inenarrables; y allí estaban Pablo Neruda y Martínez Ocaranza, tipificando estrellas, cuando descubrieron que el alumbrado del paseo se interponía en su observación y resolvieron apedrear algunos faroles.
La respuesta de la policía local no se hizo esperar y los vates tuvieron que concluir la contemplación desde las grietas del techo de tejas de una celda que ahora se localiza en el patio del palacio municipal y que consigna en una placa de bronce nuestro suceso. Yo por mi parte me he permitido proponer que se reconstruya lo que sería la primera biblioteca-prisión, y llenarla de libros del poeta michoacano y de don Pablo.

Edmundo Font, embajador mexicano de carrera, es poeta y pintor; durante 50 años sirvió en países de 4 continentes. Contaremos con su columna «Palabra de Embajador» cada semana aquí en Zona Zero en la sección de OPINIÓN.