Por Edmundo Font
“Enésima vez”, suenan bien estas dos buenas palabras para recordar una obsesión mía, Pompeya. Esa villa Romana sepultada por las cenizas y la lava del Vesubio. Antes de pisar sus calzadas de piedra, recuperadas por una labor de disección, como si fueran bisturiés los martillos y los cinceles, vislumbré ese prodigio arqueológico milenario en la narración de Plinio, que le costó la vida a su tío, el célebre historiador. Sí, también he estado muchas veces allí, aún antes de pasar varios años en Roma; y regresé apenas hace unos pocos meses.
En cada ocasión “descubrí” nuevos hallazgos. Entiéndase por ello que me deparé con numerosas excavaciones adicionales, y con apropiadas restauraciones que van revelando paulatinamente secretos de ese monumento del pasado.
En mis días italianos recibí una invitación relevante. El funcionario a cargo de la cultura en la región partenopea me invitaba a asistir a un concierto en el coso al aire libre de Pompeya. Poco puede seducirme tanto, como estar en una de las más célebres ciudades antiguas del mundo y no sentirme turista. Se trataba de un programa de música, en un auditorio semi destruido el 24 de agosto del año 27.
La cita coincidió con un sábado de agosto. El sitio excavado en 1748 permanecía con una luz mortecina, sobrecogedora. Se podían respirar matices de una paleta de pintura inusitada. No hacía tanto calor para ser verano. Mentiría, si dijera que había luna llena, pero tengo el vago recuerdo de que apareció un haz blanquecino sobre el semicírculo de un escenario que conservaba la huella de la tragedia. La luz artificial era apenas perceptible; la acústica, la misma de dos mil años, insuperable.

El “Teatro Grande”, de la primera mitad del siglo II a.C. fue construido bajo los cánones del mundo helenístico, “…aprovechando la pendiente natural de una colina y restaurado y ampliado notablemente en la época romana. El espacio reservado a los espectadores estaba dividido en tres órdenes de gradas de mármol. El escenario tenía las tres puertas clásicas; poseía un gran pórtico cuadrangular bastante bien conservado, donde los espectadores podían entretenerse antes del espectáculo y durante los intervalos. Luego del terremoto del año 62, este pórtico fue transformado en cuartel de gladiadores…”. Lo anterior es enciclopédico, pero lo que los textos no podrían transmitir fue la magia de esa noche, escuchando allí al más célebre violonchelista del mundo: Rostropóvich interpretaría los “Cuartetos Rusos” de Beethoven.
Pompeya es un cementerio de viva reminiscencia. Las “calcas”, al vaciar yeso en los huecos de las piedras que contuvieron cuerpos abrasados, son esculturas perfectas y siniestras. Esculpen la muerte en el instante preciso. Asistir a un concierto de música sublime, interpretada por uno de los artistas más virtuosos del mundo, en ese entorno de gritos milenarios apagados por los ríos de fuego, es irrepetible. Y fue inevitable pensar en el dolor ancestral.

En un día que se volvió noche: “…las únicas crónicas fiables de lo ocurrido fueron escritas por Plinio el Joven (su tío, el gran historiador Plinio el Viejo falleció al desembarcar en Herculano, el día de la tragedia) en una carta enviada al historiador Tácito, Plinio observó desde su villa en Miseno, un extraño fenómeno: Una gran nube en forma de pino emanaba de la cima del monte. Y al cabo de un tiempo descendió por las faldas del volcán y cubrió todo, incluyendo el mar. A la una de la tarde de ese 24 de agosto se produjo una explosión cien veces más potente que la de la bomba de Hiroshima. La nube alcanzó más de treinta kilómetros de altura.
Impresiona la dimensión figurativa del exterminio natural. El crimen de guerra de los norteamericanos en Hiroshima produjo un hongo, y la hecatombe de Pompeya, un pino. En relación a esos momentos, hablo de una suerte de arte enigmático: los invitados permanecíamos sumidos en la gran expectativa que se produce antes del inicio de un concierto, donde todo está prefigurado por una suerte de perfección posible: el prestigio de la composición, la ejecución y el escenario. Todos allí guardábamos un silencio sepulcral. Nunca mejor dicho.
Los instrumentos estaban colocados en su posición. Una primera nota daría paso a un fluido de armonía. Rostropóvich detuvo el arco en el aire. Hacía la izquierda del escenario se produjo un chillido, inicialmente imperceptible, que se intensificó. Fue el ulular de una sirena. Podría ser de carros de bomberos. Rostropóvich carraspeó. Dejó pasar el agudo ruido y acomodó su instrumento, solo para volver a detenerse en el aire, una segunda vez.
El barullo renació a sus espaldas, como una jugarreta. Entre el público nos miramos, unos a los otros, sin sonrisas, sumidos en un estupor unánime. Los instantes parecían eternos. Pasó un tiempo prudencial. El tercer intento se volvió a frustrar. Ahora la sirena provenía de los márgenes derechos de las ruinas. Entonces si comenzaron las risas nerviosas y hubo azoro reflejado en los otros miembros del cuarteto y del gran maestro.
Se habían perdido minutos preciosos que nos llevaron siglos atrás. Los adjetivos son insuficientes. Casualidad, esoterismo iniciático para quienes acreditan en órdenes ocultos, o en intervención divina, se diseminaban por igual. Cuando las alarmas del fuego concluyeron, el magnificente concierto se desarrolló cargado de algo más que de emociones musicales…
Edmundo Font, embajador mexicano de carrera, es poeta y pintor; políglota, durante casi 50 años sirvió en países de 4 continentes. Fue maestro en universidades de El Salvador, Egipto, y Río de Janeiro. Ha publicado libros de poesía y traducciones. Tiene obra en colecciones de museos en Asia, España y Latinoamérica. Contaremos con su columna «Palabra de Embajador» cada semana aquí en Zona Zero en la sección de OPINIÓN.