Por Edmundo Font
Se acercó hasta mi mesa, aprovechó que no había muchos clientes cenando. Don Nabor, maestro en la parrilla de carbón, en una de las mejores taquerías que conozco y de nombre original “Tacostumbras”, en Acapulco, me preguntó muy amable, pero a boca de jarro. —Oiga, perdóneme, me paré del fogón para preguntarle ¿cuántos libros ha leído en su vida?—.
Motivaba su curiosidad observar que cuando ceno solo, sostengo siempre un libro con la mano que no está comprometida con el taco. Me pareció una pregunta metafísica. Una de esas “inquisiciones” de Borges, que lo meten a uno en un brete. Me hubiera gustaría tener una respuesta a la mano. De existir, tendría que responderse con varias preguntas a la vez (con el método socrático).
—¿usted me pregunta por libros completos o por fragmentos. O de lectura de tramos al azar?—. Y pensé en mis adentros, como si fuera a consultar el libro de las mutaciones, el “I Ching”, por la vía económica, abriendo aleatoriamente cualquier página. Confucio aconsejaba acercarse a ese oráculo para resolver una duda existencial o que nos indicara un camino.
O entonces, lo pienso ahora, cuántos libros habré leído, inspirado en la propuesta de Rayuela, saltando capítulos, como lo proponía Cortázar, inoculando su divertimento lúdico. O empañándome a fondo, leyendo como lo,hago, varios libros a la vez.
La disquisición de arriba no fue para ganar tiempo. Enveredé por una respuesta parcial, y preferí cambiar de tema. Don Nabor detectó la hesitación y tomó la iniciativa: —Yo solo he leído la biblia, pero de principio a fin. Tres veces—. Eso me lo decía un hombre humilde y sincero que ha estado detrás de carbones encendidos durante más de 4 décadas (ahora tiene 65). Y agregó: —Estudié hasta tercero de primaria, pero seguí aprendiendo a leer con el Antiguo y el Viejo Testamento—.

II
No presumiré, ni siquiera haciendo un cálculo general los de libros que tengo y habré leído. He reunido durante décadas una colección en géneros diversos y varios idiomas. Me sorprende la conformación de mis primeras tres o cuatro docenas de ejemplares, durante mi primera Juventud. El aliciente era los librero de casa y por ello mismo me desmarqué de los estrictos criterios de mi padre (mismos que llegaría a compartir, ya en la coartada de tiempo que llamamos madurez).
Así que comencé a los 15 años, visitando la librería “Cosmos”, que regenteaba una formidable familia de exilados españoles en Tampico, la doctora Cecilia y el doctor Vicente Ridaura. Me perdía por los corredores, entresacando ejemplares, leyendo contraportadas. No niego un afán presuntuoso, de seguir la intuición más que las reseñas de las solapas. Fue así que me hice de un libro providencial, que forma parte de mi historia de misterioso azar. El “Manifiesto Subnormal” de Manuel Vázquez Montalbán me atrajo por su título provocativo. Era un mundo literario nuevo y subversivo para mi, con textos irreverentes, collage de ensayos, poemas y relatos, escritos por uno de los autores españoles más destacados de su generación. Y tiempo después llegaría un predestinado momento; conocí a Vázquez Montalbán casualmente en la redacción de una revista de poesía durante mi primer viaje a Barcelona, a los 20 años. El creador de lo que fuera una gran editorial, Chus Visor, a quien le había entregado un poema mío hablando de la muerte de Neruda, inquirió si conocía autores españoles de esos tiempos (aún vivía el sátrapa de Franco). Al responderle que había encontrado el “Manifiesto Subnormal” me dijo: —Qué casualidad, por aquí anda Manolo, se lo presentaré—. Fue allí que conocí al célebre autor de la serie del detective Carvalho, quien se sorprendió de que hubiera llegado un ejemplar suyo hasta un puerto mexicano. Cabe decir que en esa ruta de lo fortuito afortunado, trataría a Vazquez Montalbán varias décadas después, comiendo en casa, o en el “Amaya” de las Ramblas, invitado por Carmen Balcells; o asistiendo a la fiesta de su sexagésimo cumpleaños, en la terraza de su casa en Vallvidrera; o visitándolo en el hospital después de su primer infarto en el “Clinic” de Barcelona.

Lo anterior, es solamente una estampa de un mundo de sorpresas que me ha deparado leer y comprar libros, los “demasiados libros”. Esta crónica fue detonada por una pregunta sobre la lectura, por parte de una persona excepcional, cuyo trabajo en numerosas taquerías le permitió pagar las universidades de 4 de sus hijos, dos de ellos en Alemania, y otros dos en el Politécnico Nacional. Además, don Nabor lleva un apellido célebre en el mundo de los libros: LOSADA.
Edmundo Font, embajador mexicano de carrera —R—, es poeta y pintor; políglota, durante casi 50 años sirvió en países de 4 continentes. Fue maestro en universidades de El Salvador, Egipto, y Río de Janeiro. Ha publicado libros de poesía y traducciones. Tiene obra en colecciones de museos en Asia, España y Latinoamérica.