Por Edmundo Font
“El puerto de Acapulco forma una inmensa concha cortada entre peñascos graníticos…pocos sitios he visto en ambos hemisferios que presenten un aspecto más salvaje… las masas de peñascos, recuerdan por su estructura la cresta hendida de picachos del Mont-Serrat en Cataluña…De otra parte estas costas peñascosas son tan escarpadas que un navío de línea puede rasarlas sin correr ningún riesgo… La islita de la Roqueta, está situada de manera que se puede entrar en el puerto de Acapulco por dos canalizos; el primero que se llama Boca Chica, forma un canal que se dirige de Oeste a Este y no tiene más de 240 metros de ancho desde la punta del Pilar hasta la del Grifo…” esto lo escribió el genial explorador y humanista Alejandro de Humboldt desde la fragata “Orue”, que lo trasladó de Guayaquil hasta la Bahía de Santa Lucía, en treinta y tres días, llegando a buen puerto un mes de marzo de 1803.
Doscientos años más tarde me ha tocado en suerte vivir en un pequeño piso de un acantilado privilegiado que mira hacía la isla de la Roqueta, o como me acabo de enterar por el sabio alemán, llamada también por ese entonces, del “Grifo”. No se quién le puso así, pero me quedo con la séptima acepción del diccionario que describe a una bestia mitológica de medio cuerpo: arriba águila y abajo león. Desde ese mirador no han pasado los siglos. El paisaje es el de siempre, fuera de alguna lamentable excepción. Se han concedido lamentables licencias de construcción a restaurantes que mancillan su pródiga imagen.
El canal que lleva el agua menos contaminada de la bahía, por su flujo constante, ampara a cientos de especies marinas con horarios que nos regalan su nado libre. Al amanecer, hay bancos de pescadillas y mantarayas; y en la noche, basta arrojar un haz de luz para que emerja una danza de guachinangos y robalos. De aves hay, desde Águilas, hasta pelícanos y toda suerte de loros, que pasan por las tardes en desbandada. La parte cruenta corre por varias especies de alacranes, entre los cuales muchos de bello color negro azabache, peculiar elegancia y erótico dardo.

Mi lugar reúne elementos de una tarjeta postal exuberante. Para sentirse más en el trópico, por las noches aparecen los mapaches con todo y antifaces. Habitan entre las rocas y tienen fama de lavar los alimentos que se llevan a la boca. De allí que en francés se llamen Raton Laveur (ratones lavadores). El fragmento de ex hacienda a la que me estoy refiriendo, encumbrada en los últimos riscos que se deshacen en las playas de Caleta, perteneció a la familia de un revolucionario que estaba a la diestra de Álvaro Obregón, cuando un ex seminarista le propinó un tiro en la cabeza. Yo no podeía haber conocido a quien fuera también candidato a la presidencia, secretario de Relaciones Exteriores, y ministro plenipotenciario en Brasil, pero mi padre sí. Como ingeniero industrial trabajó en varios de sus ingenios de azúcar.
A la ex hacienda “Los Murciélagos” —la rebauticé, en maya, como “Zinacatan”, que significa también lugar de quirópteros—. Desde las Terrazas divisamos imperdibles puestas de sol. A medio kilómetro de allí vivió y murió el auténtico Tarzan. Johnny Weissmuller fue dueño del mítico hotel Flamingo, que se convirtió en guarida de la famosa pandilla de Hollywood, conformado, entre otras figuras, por John Wayne.
No soy deportista, pero descubrí el placer de navegar a ras de las olas. Con mi mujer rehicimos el trayecto inaugural de Humboldt. El “Kayac” nos reveló un mundo aparte. Además del ejercicio que representa remar entre las mareas, se adentra uno en recovecos de la costa con reminiscencias prehistóricas. Tengo adelantado un proyecto de fotografías acompañadas con música, para recuperar su inédito paisaje. Hablo de una melodía de Joao Gilberto, dedicada a Acapulco, en los años sesenta, y cuya letra estoy componiendo, mientras profundizo en una lectura de las enormes rocas de la Roqueta, a las que la imaginación otorga dimensión figurativa.
La idea es ceñir los rasgos legibles con gigantescos paños de colores que revelen imágenes escondidas. No puedo negar que he partido de las magnas “instalaciones” del búlgaro Christo y de su esposa Jeanne-Claude, con la diferencia de que no me propongo “envolver” con quilómetros de telas lo que las mantas tienen que destacar. Mi propósito es “enmarcar” las rocas para su “lectura”. Me disculpo de antemano. No es fácil poner en palabras una propuesta visual, pero aseguro que la isla de la Roqueta, que vislumbró Von Humboldt, es un museo con seres colosales tallados por la mano de la naturaleza.
